martes, 31 de agosto de 2021

Herbario cabal

A partir de hoy el contenido de este blog estará disponible en nuevo lugar. Allí iré subiendo la misma clase contenido que solía poner aquí, aunque ahora definitvamente en un mejor formato.

A todas las personas que quieran visitarlo les dejo aquí el enlace:

https://herbariocabal.wordpress.com/


domingo, 22 de agosto de 2021

La campana (Iris Murdoch)


Leer a Iris Murdoch (1919-1999) es también dejar de lado la resistencia que erigimos ante cualquier otro, aquello que nos vemos llamados a montar como muestra o expresión de lo que llamamos ego. Es  dejar de lado el impulso que nos lleva constantemente a transformar lo que está cerca de nosotros para disponernos a un estado pasivo-activo, tenderse voluntariamente en la yerba húmeda para sentir las gotitas frías que se abren paso hasta nuestro cuerpo, y lo hacen vivo. Alguien me replicará diciendo que toda lectura implica cierta inercia, pero con Murdoch no se trata de dejarte llevar, sino que ella te arrastra como cuando un impetuoso río desbordado toma sin reparos hierbajos, rocas, vergeles y hasta tejados. Es que con Murdoch resulta imposible proyectarse en los hechos, no sabes qué es lo que va a suceder y, por lo tanto, no sabes dónde vas a terminar… Te conduce por los rincones más insólitos del ser humano –y que, mira tú, terminas reconociéndolos– pasando por acontecimientos, a veces insólitos, a veces dramáticos, pero que, como en la vida, poseen cierta iridiscencia que permite que no caigamos en la auto-conmiseración; y, de pronto, te sorprendes a ti misma quebrando el cristal del silencio con una carcajada. Y tomas el libro entre tus manos, lo cierras con delicadeza –como lo harías con un pájaro– porque no quieres que se te escape aquello que no puedes decir con palabras.

Murdoch, más que novelista, es una gran intelectual, una de las más grandes, y su obra literaria, desde mi punto de vista, es comparable a la de Shakespeare y Dostoyevski. Estar frente a ella es estar de pie frente a un titán, alguien inconmensurable, que ha sido capaz de dar a los personajes un ser que constantemente pone a prueba. Como en las obras de aquellos grandes genios literarios, sus personajes poseen verdadera libertad, son seres con personalidades propias –sumamente complejas–, que actúan autónomamente de acuerdo con ellas. Es decir, son como encarnaciones y no meras representaciones, y Murdoch es la diosa que observa, sin involucrarse, con su cuaderno en la mano… Unas veces, parece oírsele reír… Otras, tomar nota –con gesto circunspecto– sobre aquellos actos que revelan la tensión entre la proyección ideal que hacemos de nosotros mismos, guiados por imperativos o prohibiciones, y aquello que ni notamos, pero que nos pertenece como algo muy profundo y arraigado, que nos conduce a andar dando traspiés, uno tras otro, a cometer “sin intención” acciones que pueden ser catalogadas como moralmente “malas” y con severas consecuencias.

Lo que Murdoch entendió –y que manifiesta en La Campana (1958)– es que la base moral sobre la que se sostiene la sociedad contemporánea occidental es profundamente religiosa, a pesar de que ésta (la religión) ya no tiene lugar. Murdoch explora tanto la dislocación entre el imperativo religioso del amor al prójimo –que roza la perfección– y el amor posible humano, así como las dificultades de la gente para situarse empáticamente respecto a los demás y actuar con responsabilidad. La Campana no es una crítica pesimista a la búsqueda de la virtud; más bien, en esta novela Murdoch indaga acerca de las posibilidades que tenemos para lograr una simple convivencia armoniosa en medio de un mundo donde las directrices morales han desaparecido.  

Siguiendo estos presupuestos, Murdoch reúne a sus personajes –por demás variopintos– en la comunidad laica de Imber-Court, a la sombra de un monasterio benedictino de monjas de clausura. Esta comunidad tiene su sede en una casa heredada por el ex-maestro Michael Meade, en la que ha establecido este enclave secular-religioso, dejando atrás voluntariamente todas las comodidades de la modernidad para adentrarse en una vida austera y autosuficiente. El lago profundo de aguas negruzcas domina el paisaje y juega un papel mágico de espejo, de donde emerge la dualidad: presencias similares, los actos errados repetitivos, la sensación de déja vu… la aparición de una campana de la abadía medieval perdida en sus profundidades hace cientos de años, supuestamente como consecuencia de una maldición por el amor prohibido entre una moja y un joven que solía visitarla….

En este espacio intermedio, situado entre la abadía (que está fuera del mundo) y la ciudad de Londres (el mundo), es donde Murdoch ha elegido escenificar, con ingenio y humor, temas como el de la espiritualidad, el amor y el sexo. Michael, un personaje muy interesante, homosexual y con expectante aspiración al sacerdocio, se ve a sí mismo, y con pesar, involucrado nuevamente en una relación con un muchacho joven. Parecemos ser partícipes de un juego tramposo, en el que son enormes las posibilidades de que se yerre dos veces, así se procure llevar una vida hasta cierto punto iluminada, así uno pretenda seguir al pie de la letra los preceptos religiosos. Y la culpa no soluciona nada, la culpa se lleva dentro y es más una carga espiritual que no nos sirve para solucionar los vínculos ya rasgados. Murdoch parece sostener cierta visión pesimista respecto de la trascendencia del ser humano, parece sugerir la idea de que somos “juguetes” no solo del destino sino de nosotros mismos. No obstante, Murdoch plantea que, si bien nunca seremos perfectos, la redención es posible en el hacer intento de la perfección. Recordemos que la abadesa aconseja a Michael en su época de crisis: “[…] que, en última instancia, todas nuestras fallas son fallas de amor. No debe condenarse y rechazarse el amor imperfecto, sino tratar de perfeccionarlo. El camino siempre va hacia adelante, nunca hacia atrás”. Es decir, “solo podemos aprender a amar amando” (pág. 286).  

Pero, si ya no hay certezas ¿bajo qué guía podemos llevar la expresión de que “la práctica hace a la perfección”? ¿Dónde podemos encontrar el ancla o el punto focal que nos permita trazar ese camino? Es allí donde tiene que aparecer Dora, la esposa errante que vuelve junto a su marido, un académico dominado por sus celos, a continuar su vida “embrutecedora”. Dora, en una de sus huidas a Londres, acude a la National Gallery, donde, vive tal experiencia fascinante, que vale la pena mencionar. Dora llega a la National Gallery no porque haya tenido intención especial de ir, sino porque buscaba el lugar adecuado para poder pensar tranquila, un santuario acogedor. Con una especie de gratitud, Dora observa el retrato de las dos hijas de Gainsborough, se maravilla y su corazón “se llenó de amor […]. Pensó que allí por fin había algo real y perfecto” (pág. 232). Murdoch escribió alguna vez que “el amor es la comprensión extremadamente difícil de que algo más que uno mismo es real”. El amor, y a través de éste, el arte y la moral, son la comprensión de que algo más es real en el mundo. Aquella posibilidad abierta de encontrar la guía de la perfección moral en el arte más allá de la religión o la ley, y no como un imperativo, es lo que mantiene aún la esperanza en su obra.  Dora encuentra en el arte el punto focal que le permite generar cierta empatía imaginativa hacia otros que no comparten con ella una forma específica de fe, sino que avanzan junto con ella, como pueden, oscilando y fallando, frustrándose antes sus fracasos, aprendiendo a amar, amando.

La Campana (Iris Murdoch): Alianza Editorial 1983
Traducción: Flora Casas
Número de páginas: 383

 

 

domingo, 8 de agosto de 2021

Las palabras de la noche (Natalia Ginzburg)




¿Cómo habrá sido de feroz la guerra que las historias –antes de que la guerra devaste todo lo que toca– de vidas resignadas, cuyas almas se iban apagando de a poquitos porque no quedaba más, son percibidas, luego, con melancolía, como si en ellas habría fulgurado aquella felicidad que se sospecha, ahora, imposible? Historias de matrimonios sin amor; mujeres que ven por la ventana hacia aquel jardín lleno de coles, anhelando con todas sus fuerzas escapar de la vida de casadas para volver a la casa materna y escuchar la risa de las hermanas solteras; mujeres que viven en silencio tras los muros de sus residencias; mujeres que disponen su esperanza lánguida al mandato matrimonial…  Esas historias pertenecen al tiempo perdido y, por tal motivo, se las evoca con nostalgia. No es que haya una contradicción y se pretenda volver a un pasado en el que pesaba tanto la tradición familiar que una debía sujetarse a ella, así una se condene a vivir en el hastío. Lo que pasa es que cuando se mira hacia el pasado perdido, aquella materia densa, llena de risas infantiles, con sus ambigüedades y matices, uno lo hace sin una perspectiva crítica, porque lo observa con complacencia, con afecto, porque forma parte de uno, porque así como fue, con sus defectos y sus risas —con nuestra madre gritando que le sirvas la leche a tu hermano (de doce años) porque está pequeñito y porque eres la hermana mayor— es perfecto, y en el momento en el que somos conscientes de su pérdida, deseamos aunque sea recuperar un pedacito de su aroma.

Creo no poder entender la dimensión de una guerra me imagino que es algo tan vasto… Un viento colosal y yermo que arrasa, retuerce y arranca de raíz lo que encuentra a su paso. En Las palabras de la noche se manifiesta como una fuerza devastadora que alcanza a las familias de un pequeño pueblo, mutilándolas, destruyendo sus historias… Alcanzando incluso lo más íntimo y hondo de cada quien, dejando una marca profunda que parece sentenciar que la felicidad se ha perdido. La guerra abre una profunda zanja en el tiempo; y desde el otro abismo, desde lo irrecuperable, se construye el relato. Ya es imposible volver a abrazar aquella vida simple de pueblo, hemos sido expulsados de la inocencia y los tiempos nos empuja a movernos. 

¿Por qué se ha echado a perder todo, todo?

El relato me incita a cuestionarme si es posible después de todo lo acontecido en la Segunda Guerra Mundial volver a reconstruir la historia, y cómo hacerlo. Parece que una historia de amor entre dos jóvenes se comienza a esbozar, pero el peso de lo vivido es tal, que atrapa en el fango toda posibilidad. El error está en la obstinación de vivir de la misma manera, de procurar una reconstrucción idéntica del tiempo pasado. ¿Dónde está la permanencia, entonces? Si el mundo se ha movido, si los pueblos se han destruido, si la propia gente ya no es capaz de enfrentarse a la vida, si la huella de la muerte está a espaldas de tu casa donde han asesinado a Nebbia, tu amigo de la infancia; si el fascista ha dejado de ser fascista y no puede salir de su escondite porque tiene miedo… Quizá sea el espacio familiar el único resquicio donde es posible volver a comenzar… En los diálogos triviales aún permanece lo simple y bello de la vida cotidiana, en la voz de la madre  —aunque por momentos se trate de un monólogo que procura ordenar y controlar todos los acontecimientos, imponiendo su punto de vista parecen sostenerse los vínculos de afecto que nos podrían salvar de caer en la desesperación.

La felicidad se presenta como un destello sospechoso… Algunos personajes parten del pueblo con la idea de comenzar una nueva vida, con la esperanza de volver a ser felices. No obstante, Ginbzburg parece sugerir que la felicidad, como la proyección de algún ideal, es una trampa. La felicidad no está en la posibilidad, no es potencia, no se aloja en el futuro, no podemos controlarla y alcanzarla, aunque esto sirva de consuelo para muchos… Pues la felicidad parece anidar en el pan con mantequilla, en el vuelo de la mosca… La felicidad es una burla, estaba presente en nuestras vidas, y nosotros ni la habíamos notado.

—La felicidad —le dijo él— siempre parece mentira, es como el agua, y se comprende sólo cuando se ha perdido.


Gabriela Solorio Naiza

martes, 3 de agosto de 2021

Pan (Knut Hamsun)

 


Pan de Hamsun procura asir con la palabra la fuerza de la naturaleza que se desborda, que se retuerce, que se enrolla con cada movimiento imperceptible del gusano arrastrándose bajo la tierra, el rizo que surge entre el follaje pútrido que los árboles desparraman durante la primavera. Procura asir aquello profundo que se muestra cuando el mar en tormenta se abre ante los ojos, lo inconmensurable donde todo hierve y se agita, aquello que Kant denominaba “lo sublime”… Viene a mí la imagen del Caminante sobre un mar de nubes, un hombre de espaldas observando extasiado, desde la cima de una montaña, fundirse la línea del horizonte con la inmensidad del cielo inflamado. Lo que no se puede abarcar con la mirada, eso es lo grandioso e inaprehensible.

El teniente Glahn, protagonista de Pan, se desplaza entre la naturaleza preso de esta pureza extraña y precipitada que lo hace partícipe de una vida “edénica”. Vive en completa armonía con la naturaleza en una cabaña al interior del bosque de Nordland, no como “uno más” que forma “parte de”, sino como el gran espectador maravilladoque fue el primer hombre de la creación; y, como si fuera Adán, se pasea por el bosque nombrando uno a uno los pájaros que observa, cada flor, cada hierba. Se acompaña de las piedras… Se acompaña de Esopo, su perro. Solo él es dueño de la palabra, es conocedor del lenguaje de las hojas al caer, y del lenguaje del rayo que retumba en la montaña. Vive en absoluta soledad y silencio, acompasado por el murmullo denso de los árboles, del mar y de la oscuridad, por los gorjeos de los pájaros y los ladridos de Esopo.

El teniente Glahn escribe sus recuerdos sobre la temporada que pasó en el bosque de Nordland.

En este bosque mágico donde nunca se pone el sol, Glahn parece fundirse con la naturaleza embriagado de felicidad… Él es un fauno seducido por la hermosa Íselin, aliento del bosque, símbolo de la voluptuosidad femenina.

Glahn cree que “es dentro de nosotros donde se encuentran las fuentes de la alegría y la tristeza”. La grieta se evidencia cuando una mujer se cruza en su camino, Edvarda. Glahn le regala dos plumas verdes. Y Edvarda no es pura belleza, tiene algunos gestos… Un incipiente rictus que devela la fealdad de lo que perece.  Glahn no puede participar del mundo humano. Entre los “otros” es rebasado por una fuerza intangible; Glahn no puede contenerse, no puede socializar, la gente se sorprende, se incomoda. Algo sobrepasa el límite, se eriza, se encabrita. La historia de amor espasmódica con Edvarda se desvanece. El camino erróneo es amar en una persona lo universal, convertirla en una especie de “recipiente”. En el amor no existe la posibilidad, solo una realidad con la que debemos acomodarnos sin temor y esperanza. Lo peor llega, el desaire, la humillación… Y lo sublime da paso a lo monstruoso.

Caminar por el bosque es también perderse uno mismo, no hay una guía que te permita responder por los límites que se desdibujan entre el bien y el mal. Estar perdido en uno es también permanecer ajeno a los asuntos humanos, quedarte sólo a merced de tus impulsos. El filósofo no es necesariamente quien realiza actos nobles, por estar imbuido en el mundo de la contemplación, lejos del mundo de los hombres. El teniente Glahn vive sin reservas, tiene hambre, entonces caza; tiene sed, entonces bebe; no hace más de lo que el cuerpo le manifiesta; solo satisface impulsos necesarios… Tenderse bajo el sol para ser acariciado por las hojas, tomar entre sus brazos a una mujer llamada Eva… Y por eso mismo, la humillación desata la ira que se proyecta sin ningún límite. Glahn toma de la tierra lo que le corresponde, y en la misma medida que toma la vida, también maneja la muerte, sin reparos, sin reservas.

Gabriela Solorio

jueves, 29 de julio de 2021

Mosko-Strom (Rosa Arciniega)

 


Mosko-Strom (1933) es una de las primeras obras de la prolífica escritora peruana Rosa Arciniega (1909-1999), recientemente re-editada en Perú por Pesopluma. Es una novela que plantea una distopía, situada en una época fácilmente comparable con nuestro tiempo en que los hombre se han rendido al poder de la máquina, en que grandes fábricas albergan a miles de obreros que, deshumanizados, cumplen su labor milimétricamente, padeciendo los embates de una vida que se ha vuelto servil a la producción en masa. Tenemos aquí, en toda su expresión, a la masa alienada, el hormiguero perfectamente obediente, instrumento para la realización del supuesto y poderoso paradigma del progreso. Max Walker, el personaje principal, observa, en un primer momento, emocionado, “voluptuosamente satisfecho”, cómo las máquinas ejecutan movimientos perfectamente calculados, en confluencia con la hilera de hombres inmóviles, clavados, con los ojos fijos y el pensamiento en el vaivén de las máquinas, dando forma a aquellos “esqueletos con líneas airosas de las carrocerías”, inyectándoles de vida, “gestando” automóviles de diferentes tipos y tamaños, de perfecto acabado, y dispuestos para la exportación.

La novela es una ostentación literaria debido a la elaborada prosa de la que hace gala Arciniega, una verdadera arquitecta de figuras e imágenes metafóricas; este sello tan especial de la novela lo podemos apreciar en la siguiente descripción de la “Gran Avenida”, la que aparece como si fuera una auténtica cortesana de “Cosmópolis”:

Era el suyo quizá un lujo demasiado ostentoso, demasiado chillón y llamativo, como el de toda buena prendera llegada a rica antes de tener tiempo de pulirse en la escuela de la elegancia; pero no por eso menos valorizado en la autenticidad de sus joyas. Brillantes, rubíes, esmeraldas… Luz… Luz…. Todas las fosforescencias del iris trepando por su pecho, enroscándosele al cuello, desparramándose en cascadas por su pelo, frente y orejas. (p. 164)

“Cosmópolis” el nombre de la ciudad es un mundo de hombres, ellos manejan las ideas y las discusiones, ellos llevan en sus manos el timón que dirige el mundo… Lo femenino está reducido al ambiente, al telón de fondo, a la “Gran Avenida”, a la fórmula matemática que espera extendida sobre la mesa de Max Walker, indomable, rebelde, “como una amante que solo a fuerza de repetidas caricias y ruegos va descubriendo poco a poco sus virgíneas reconditeces”. La mujer es representada en la oquedad, superficie dura y misteriosa, empleada de hogar o secretaria, la eterna insatisfecha sin rumbo, de vida errática e inmoral. Así, el mundo de las ideas en Mosko-Strom y los dilema sobre la naturaleza humana le pertenece a los hombres, ellos arrastraron a “Cosmópolis” hasta los violentos remolinos que, como el “Mosko-Strom” del mar de Noruega, poseen una fuerza extraordinaria que a manera de un vórtice furioso y aspirante, amenaza con tragarse, ya no barcos, sino a la humanidad entera.

Para ser sincera, mi lectura de Mosko-Strom estuvo cubierta de dudas, no por la riqueza literaria de la obra que, como ya he mencionado, resalta a viva luz, sino por la huida constante que me provocaba como lectora, por lo difícil que se me hizo seguir a los personajes a los que francamente encontraba detestables y rígidos. Por un momento pensé que era el spleen pandémico que, nuevamente, no me dejaba avanzar más que a trompicones, y que en este momento no era merecedora de esa prosa tan altiva. No obstante, luego de reflexionar largamente, creo encontrar un problema no una falla que desafía a mi gusto literario. Y es que aquí hay una novela de ideas. La autora plantea una tesis a partir de la discusión de, básicamente, tres ideas encarnadas en cada personaje: el mecanicismo de Max Walker, el escepticismo de Jackie Okfurt y el idealismo humanista del profesor Stanley. Son tres personajes que se estructuran de acuerdo a la idea que representan, que encarnan, que explican una y otra vez para justificar la vida que han asumido de acuerdo con ella. La extensa explicación de los hechos me parece, hasta cierto punto, reiterativa y agotadora. A mi modo de ver, el valor de la obra radica, más allá del virtuosismo literario de la autora, en su agudeza para dar cuenta de que el ser humano es demasiado débil para ser libre. O como sugería Iván Karamázov, en su poema El Gran Inquisidor: el hombre, débil y vil como ha sido creado, no pueden soportar la carga de la libertad. El hombre está siempre dispuesto a sujetarse al milagro, al misterio o a la autoridad, tres fuerzas que pueden vencer y cautivar su conciencia. Y esta disposición a la sujeción ha hecho posible que el ser humano pase de someterse tan fácilmente de la Iglesia a la Idea, sea cual fuere ésta. En Cosmópolis, la masa creciente está enteramente desarraigada, ya no tiene lugar la religión, pero está sujeta a la idea del progreso, del crecimiento desmesurado, del dinero y el placer. Los obreros acuden puntualmente a la fábrica como seres serviles, sin otro pensamiento que el de no perder el ritmo que le impone el movimiento preciso de la máquina. Ninguno se salva, ni siquiera Jackie Okfurt que constantemente denuncia y se opone la situación de caos en que la humanidad ha caído, pues termina aceptando: “Nos hace falta un Dios. Nos hace falta poner una meta más allá de una tumba”.

Gabriela Solorio